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El desafío de la migración

Foto del escritor: Provincia de San AlbertoProvincia de San Alberto

El tema de la migración ha ocupado recientemente las páginas de los periódicos y otros medios informativos de todo el mundo. Actualmente vivimos en una época de migraciones masivas. La historia de la humanidad está llena de migraciones de personas y grupos que buscan mejores tierras o que huyen de la guerra y de la violencia; que se sienten atraídas por mejores oportunidades de trabajo y por salarios más elevados que les permitan llevar una vida digna.

La reforma para regularizar la situación de millones de inmigrantes indocumentados que viven en los Estados Unidos ha sido causa de polémica en ese país y fuera de él, por incluir en ella el despliegue de la guardia nacional en la frontera con México y la construcción de un muro de 595 kilómetros. Por una parte, las difíciles condiciones económicas o sociales de muchos países empujan a la migración; por otra, los países del primer mundo están necesitados de mano de obra que produzca los bienes que se requieren para poder mantener su economía y su sistema de pensiones. Al mismo tiempo que hay un rechazo a los emigrantes, no se puede prescindir de ellos. Suscitan acogida y no aceptación. Surge así el desafío de crear nuevos modelos de convivencia multirracial, multicultural y plurireligiosa en un mundo de desplazamientos continuos.

La Biblia nos habla también de migraciones. El Antiguo Testamento menciona la migración de clanes de pastores en busca de pastos para sus ganados o a causa de la inestabilidad política o de hambrunas que dificultaban la subsistencia. El pueblo de Israel tuvo esa experiencia dolorosa de ir de un lado para otro y, por eso, al establecerse en la tierra prometida sintió la necesidad de elaborar leyes que exigieran igualdad con todo forastero que residiera en ella: “Si viene un emigrante para habitar en su tierra, no lo oprimirás… ámale como a ti mismo, porque emigrantes fueron ustedes en la tierra de Egipto” (Levítico 19, 33-34).

Igualmente el pueblo de Israel, cuando fue llevado a la cautividad, experimentó la nostalgia por su tierra como se da en todo emigrante que suspira por volver a la patria que dejó y que lo lleva a enfrentar un choque cultural y, con frecuencia también, la tensión de la incomunicabilidad a causa de una lengua desconocida. En el Nuevo Testamento, Cristo aparece como el Hijo de Dios que se hizo carne y vino a este mundo a plantar su tienda entre nosotros (Juan 1, 14). Emigró para entrar en la historia de la humanidad. En su infancia experimentó el destierro (Mateo 2, 14-15) y cuando comenzó su predicación llevó una vida itinerante, sin tener donde reclinar la cabeza (Lucas 9, 57-58). Jesús, hablando del juicio final, proclamó que quienes acogieran a los forasteros lo habrían acogido (Mateo 25, 35). Él mismo, en la cruz, derribó las barreras que dividen los pueblos para crear una nueva humanidad (Efesios 2, 14-16). El Espíritu Santo, el día de Pentecostés, hace posible que pueblos diferentes se entiendan en la diversidad de lenguas y razas (Hechos 2, 7-8).

A la luz de estas enseñanzas bíblicas podemos entender la perspectiva cristiana en relación a los emigrantes que lleva a cristianos en todo el mundo a ayudar a los emigrantes defendiendo sus derechos humanos, ofreciéndoles acogida fraterna, acompañamiento, solidaridad, escucha y comprensión. Si bien los países tienen derecho a regularizar la emigración, por encima de las diferencias raciales, lingüísticas y culturales, todos los seres humanos somos hermanos y hermanas, hijos e hijas de Dios. Esta convicción humana y cristiana debe prevalecer y guiar el trato a los emigrantes porque, como dice una inscripción en un monumento dedicado al emigrante libanés en la ciudad de México: “El emigrante no es un extraño… sino un hermano que nació en otra habitación de la misma casa”.

Fr. Camilo Maccise OCD

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